“Nunca tuvo posesiones, era un hombre desprendido, tenía muy pocas cosas que podía llamar suyas”, cuenta el profesor Antonio Lastra del filósofo George Santayana.
Quienes lo visitaron en sus últimos años, en un hospital en Roma regentado por unas monjas que le habían alquilado una habitación, fueron testigos de la austeridad con la que vivía.
“Sus últimos años los vive prácticamente como una especie de monje, en una celda, y trabaja con los libros que había ahí, ni siquiera con una biblioteca personal”, dice Lastra.
Cuando la muerte llegó, el 26 de septiembre de 1952, la revista Time publicó: “Tenía 88 años y había vivido para convertirse en uno de los grandes nombres del siglo”.
Pero la obra de Santayana, muy prolífica, trascendió.
“Es el tipo de filósofo con el que uno se puede sentir realmente a gusto”, le indica el docente a BBC Mundo.
Además, «tuvo el don de las frases», que “parecen aforismos”.
“Es muy fácil agarrarlas, sacarlas de contexto y verlas brillar”.
Una de esas frases es la que se encuentra en el título de esta nota y, posiblemente, la has escuchado o leído sin saber de quién era ni quién fue él.
Un español en Boston
El filósofo, de padres españoles, nació en Madrid el 16 de diciembre de 1863.
En el artículo de la revista Time, publicado pocos días después de su muerte, se contaba que “de niño no jugaba a ningún juego y en toda su vida nunca usó una máquina de escribir, ni condujo un automóvil, ni bailó. Nunca se casó”.
A los 9 años se fue a vivir a Boston, a donde se había radicado su madre. Las vacaciones de verano las solía pasar en España, donde estaba su padre.
“Su familia tenía una capacidad económica notable y eso le permitió educarse en la Universidad de Harvard que, en ese momento, había formado el primer departamento de Filosofía de Estados Unidos”, recuerda Lastra, quien es profesor asociado de la Universidad de Valencia, autor e investigador externo del Instituto Franklin de Investigación en Pensamiento Norteamericano de la Universidad de Alcalá.
“La filosofía estadounidense clásica, que es como llamamos al pragmatismo, se encontró con que Santayana estaba ahí”, añade.
Por 20 años, Santayana fue profesor en la Universidad de Harvard, posición a la que renunció en 1912, cuando “se marchó a vivir única y exclusivamente de su pensamiento”.
Su dimisión, que envió desde Europa, fue una sorpresa para sus colegas, pues ocurrió en un momento en que gozaba de un gran prestigio profesional, no solo como académico sino como autor.
Espiritualidad sin dogma
Santayana es considerado una de las figuras principales de lo que llaman la filosofía clásica estadounidense.
“A él no le habría gustado nada que lo clasificaran así”, aclara Lastra.
“Aunque tenía el mayor de los respetos por sus profesores en Harvard, no le gustaba el pragmatismo porque pensaba que era la ideología del momento en Estados Unidos, su ambición era más clásica, él se habría reconocido mucho mejor con Lucrecio o con los filósofos más renacentistas”.